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viernes, 1 de agosto de 2014

Agosto en La Palma.

En las últimas décadas del siglo pasado el mes de agosto en La Palma suponía para un nutrido grupo de paisanos el volver a encontrarse con sus raíces, el pueblo que tuvieron que abandonar en busca de un porvenir mejor.

Era la vuelta a sus orígenes a este trocito de tierra de la campiña onubense, de casas blancas que siempre respira paz en sus calles, llenas de gente afable que cada verano aguardaba con ansia la vuelta del vecino o familiar. El panorama habitual se transformaba con la apertura de casas que permanecían cerradas durante el resto del año, aparecían coches con matrículas de otros lugares de España, llegaban nuevos amigos de juegos, o incluso, el primer amor de verano que con el tiempo solo quedó en  el recuerdo de alguna carta guardada en un cajón de cualquier mueble viejo. Por consiguiente, el pueblo aumentaba su población porque al mismo tiempo eran pocos los que partían a playas cercanas o  a otros lugares de nuestra geografía.

En la actualidad ese paisaje veraniego descrito anteriormente, ha cambiado, gran parte de los descendientes de aquellos emigrantes ya no vuelven a su terruño, no tienen el apego a la tierra que poseían sus padres o abuelos y al contrario que sucedía en aquella época ahora son innumerables las familias que abandonan el pueblo buscando entornos diferentes. Quedando las calles desiertas huérfanas de los juegos de los niños. Del mismo modo, se ha llegado a perder una de las estampas que caracterizaba el pueblo en las calendas veraniegas la tertulia vecinal en la puerta de las casas al ponerse el sol.

Independientemente de todos estos aspectos que marcan la vida de un pueblo en su devenir cotidiano, agosto, es el mes de las fiestas patronales de noches de novena donde La Palma se impregna de devoción mariana hacia su Madre del Valle. El hijo de La Palma tiene que ser fiel a sus tradiciones y cada quince de agosto tiene la obligación de cumplir con sus antepasados, igual que ellos cumplieron con los suyos. Este hecho no se puede perder independientemente de los cambios que se produzcan en la sociedad. De nuestra memoria,  nunca se debe borrar como los padres nos llevaban y acercaban de la mano hasta el pórtico de nuestra iglesia en esa madrugada agosteña para contemplar como a la una sus puertas se abrían para rendir pleitesía a la Madre que es luz, faro y guía del palmerino, que como rezan cada año los campanilleros al pie de sus plantas, libró de la epidemia de cólera a sus vecinos en el año de 1855.

No podemos permanecer ajenos a las costumbres que definen la idiosincrasia de un pueblo. No se deben perder las señas de identidad que nos hacen distintos a los demás. Por lo tanto, las instituciones civiles y religiosas tienen la obligación de contribuir al engrandecimiento de las fiestas contribuyendo con ideas nuevas que atraigan o hagan permanecer al palmerino en su pueblo en estos días de agosto.






   


 

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